jueves, 25 de agosto de 2016

Carlos Goya Martínez Aranda

La historia del nieto recuperado en San Juan     

Supo cuál era su verdadera identidad en 2008, cuando ya tenía 29 años. Nació en España. Conoció a su abuela paterna de 94 años poco antes de su fallecimiento y recorrió la zona de México en donde nació su mamá. El hincha de Sportivo Desamparados mantiene el vínculo con sus “hermanos del corazón” y dice que logró perdonar a su apropiador, aunque nunca justificará lo que hizo.                     


Los himnos que hoy se escuchan son el grito de los desaparecidos, de los que no pudieron cantar. ¿Cómo se cicatrizan las mañanas nubladas del que se ve en un reflejo y no sabe quién es? Son historias de carne y hueso, de venas abiertas de nuestra Argentina doliente.

Es el año 2008. Carlos se mira al espejo y una bocanada de tempestad le roza el alma, y él gira sobre su eje buscando respuestas. Carlos llora de desahogo, de incertidumbre. Sabe que ya nada será igual. Le tocó en suerte ser Carlos y no ser Carlos. Vivió una vida que fue suya pero no debió haber sido suya. Tuvo placeres y tristezas que no debieron haber sido, pero fueron. Carlos tuvo una vida y hoy tiene otra, o tiene dos.

Una caja con documentos de Abuelas de Plaza de Mayo le dice que no es quien creyó que era. Había vivido como forastero en una historia paralela, sin saberlo. Carlos Tejada se entera que no es Carlos Tejada. Carlos es Jorge Guillermo Goya Martínez Aranda y su DNI le miente.         

Se entera que es hijo de desaparecidos y se le derrumba el corazón. Llora aturdido a los 28 años igual que su llanto de miedo de cuando tenía un año y fue arrancado del pecho calentito de mamá y de los brazos protectores de papá, recuerdos que a esa edad se archivan en el inconsciente pero quedan en la esencia, como marca indeleble en el alma.

El exilio   

Es el año 1974 y gobierna el país María Isabel Martínez de Perón. La convulsión política y social empieza a exacerbarse. Un joven chaqueño de 26 años, exmilitante del grupo Tacuara -de derecha- de la Iglesia Católica y que ingresó a Montoneros –la izquierda peronista- está en la cárcel en condición de preso político, capturado por la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). Francisco Luis Goya, de tez blanca digna de un descendiente español, petiso y de ojos claros, de pelo desprolijo, bigote y mirada rebelde espera por su libertad.

Es el año 1976. Poco tiempo antes de que se produzca el golpe de estado, Francisco –peronista de toda la vida- accede a la posibilidad de irse del país y someterse al desarraigo, con tal de no seguir tras las rejas, ni perder la vida. Lo suben a un avión y recala en Perú.

Bebé español       

Cuando en Argentina ya retumba el sonido hondo y avasallante de las pisadas de las botas, Francisco viaja a México DF. Allí conoce a una joven bajita, de tez trigueña y ojos negros, de nombre María Lourdes Martínez Aranda.

El exiliado argentino y la mexicana, ambos católicos practicantes y militantes políticos, viajan a España. En Madrid nace Jorge Guillermo Goya Martínez Aranda.    


A Jorge Guillermo lo bautizan con el único capellán que tuvo Montoneros, Jorge Adur, que más tarde desaparece cuanto intenta, sin resultados positivos, entrevistarse con el Papa Juan Pablo II en Brasil e ingresa a la Argentina.    

Es 1980 y Francisco decide volver a la Argentina pero ahora con su familia. Lo último que se sabe de la pareja es que buscaban ingresar al país con su hijo desde Chile por Mendoza. Sus existencias se vaporizaron y sólo quedan algunos recuerdos de esos dos jóvenes militantes políticos. Desaparecieron en plena dictadura cívico-militar.          

Nieto N° 92

La búsqueda de Abuelas de Plaza de Mayo se extiende por 28 años hasta que se topan con la existencia de un joven en San Juan que para sus familiares había quedado registrado en la memoria como el bebé de un año que todavía escuchaban llorar en los pasillos vacíos de las ausencias y que quizás no iban a volver a ver.              

Es 2016. Carlos, después de atravesar una tormenta espesa y sockeante, cuenta su historia. “Enterarme fue una parte durísima. Me enteré por el allanamiento que hubo en mi hogar en el año 2008, donde se llevaron algunos elementos personales porque se creía que era hijo de desaparecidos”, recuerda quien hasta ese momento pensaba que tenía 28 años y en realidad tenía uno más, le habían querido borrar el único año que pasó con sus padres biológicos.             

La incertidumbre clavada como puñal en el alma: “Fue un momento bastante difícil, de un vacío muy grande y de una espera un poquito interminable, porque desde mayo hasta julio que me dieron los resultados –del ADN- no sabía de quién era hijo, de quién era hermano, no sabía quién era”.             

En esos días que parecían interminables, Carlos dice que “uno no quiere aceptar la realidad”, que a él se le cruzaban como relámpagos dolorosos algunos cuestionamientos: “Pensaba ‘cómo nunca me encontraron’, ‘cómo no me quedaba con la vida que tenía’. Prefería no haberme enterado de nada, estaba negado a toda la familia”.

“Fue muy duro. Yo estuve años sin documento de identidad. Estuve en la facultad, en el trabajo así. Pero todo se fue acomodando, fue parte de esa resaca del descubrimiento”, cuenta sobre esos días de desasosiego en los que parecía haber perdido la brújula.   

Aunque “es el proceso de reencuentro con la verdad. Yo hoy me doy cuenta que no era completo, no era feliz porque no tenía toda mi verdad –sigue su recuerdo el joven criado en San Juan-. Cuando uno tiene la verdad y la termina abrazando es algo increíble. Es algo muy lindo haberme encontrado con toda la familia, tener mucha más gente que amar”.

El nieto recuperado dice que hubo una etapa en la que se negaba a cambiarse de nombre, “pero después me di cuenta que era una forma de reivindicar a mis padres. Siempre en estos casos se ponen los apellidos materno y paterno. Por eso soy Goya Martínez Aranda. Pero pasé demasiados años siendo Carlos y yo me consideraba Carlos, así que pedí que me mantuvieran ese nombre”.       


El juicio

Es 2011 y en el primer juicio por delitos de lesa humanidad en San Juan fueron sentados en el banquillo de los acusados el suboficial retirado del Ejército Luis Alberto Tejada y su esposa, Raquel Quinteros. Tejada fue condenado a 12 años de prisión por apoderarse de un bebé y Quinteros, considerada coautora, recibió la condena de 5 años de prisión domiciliaria.

El exmilitar cumplía la condena en su casa por una afección en la salud y falleció este 17 de julio.       

El perdón                     

Después de atravesar la tempestad, el dolor y los callejones del desencanto y la incertidumbre, Carlos tuvo un gesto que lo define como persona: consiguió perdonar a sus apropiadores, aunque no justifica lo que hicieron. 

Antes del fallecimiento de Tejada decía: “Tengo muy buena relación –con los apropiadores-. Pero en base a que realmente los he perdonado. Yo me críe toda la vida con ellos, con dos hermanos del corazón que amo con toda mi alma y la verdad que tras esto los aprendí a perdonar”. Y en algún momento hasta llegó a decir “mi viejo”, cuando respondió una pregunta sobre Luis Tejada. Su cabeza sale de laberintos insondables y su corazón delata su madurez.     

Aunque aclara que aquello “no quita que hubo un delito. Estoy apoyando todo el trabajo de Abuelas y la búsqueda de todos los nietos que faltan”.    

“Es difícil todo esto. Pero el punto bisagra –para perdonar a quienes él creía que eran sus padres- son mis hermanos del corazón, Gustavo y Silvina. Me crié con dos personas increíbles. La relación de hermanos, sea biológica o no, es algo único. Por eso hoy digo que tengo cuatro hermanos. A los cuatro los amo profundamente”, dice.         

El nieto recuperado cuenta que con Gustavo y Silvina los “une una misma pasión, somos  de ir juntos a la cancha de Desamparados –sigue al Puyutano desde los 6 años-. Nos unen un montón de diferencias pero un amor tremendo”. Ahora va también a la cancha con la familia que formó hace cuatro años, poco tiempo después de terminado el juicio.   

      
-¿En algún momento de tu vida tuviste sospechas de que algo no estaba bien?

Grandes dudas no tuve pero sí tenía muchas diferencias. Desde chiquito siempre presentía cosas, también era muy distinto a mis hermanos de crianza, tengo un carácter distinto. Ellos siempre fueron tranquilos, yo era una persona muy conflictiva y físicamente también había muchas diferencias. Aunque nunca sospeche que era hijo de desaparecidos.   

Abuelas y abuela                      

“Les voy explicando a mis gordos, que son chiquititos todavía, que tienen dos abuelitos en el cielo”. Carlos tiene tres hijos –Nahuel, Ana Luz y Juan Ignacio-. Y ahora completa el rompecabezas de su vida para sentirse completo, pleno y transferirles esa sensación a sus herederos.          

“Tenemos muy buena relación con Emilio y con Juan Manuel –sus hermanos biológicos-. Tenía muy buena relación con mi abuelita, que conocí a sus 94 años y vivía en el Chaco”, dice.     

En el proceso de negación Carlos también se reveló con la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo y prefirió no mantener contacto con sus integrantes. Pero el tiempo hizo que los dolores fueran sublimados.        

“Estaba pasando una mala situación económica y me cuentan que en México fallece un tío mío, que era grande. Entonces me da por conocer a mi abuelita que vivía en Chaco, Argentina. Me comuniqué con Abuelas de Plaza de Mayo y ellas me facilitaron poder viajar a Resistencia. Allá conocí a una abuela increíble. Una belleza de persona mi abuelita –Pilar Cachaza de Goya- de 94 años”, cuenta.    

El nieto recuperado pinta el cuadro de ese encuentro postergado por tres décadas: “Caminaba muy poquito por la edad que tenía, así que estaba sentadita esperándome. Me dio un beso, un abrazo, lloramos. Conoció a mis hijos, a mi esposa –Ana Laura-. Fue algo muy lindo, único realmente”.

Vía México   

El otro anhelo de Goya Martínez Aranda era ir a México y conversar cara a cara con las raíces de su mamá, para sentir que la abrazaba al menos por unos segundos.    


“Empezamos a juntar todo el dinero que pudiéramos para viajar. En marzo del año pasado viajamos a México y conocí a toda mi familia materna” –dos tías y dos tíos- con quienes dice que tiene también una excelente relación. A tal punto que este año “ellos han venido a visitarme. Así que estamos muy felices con los encuentros con la familia”.  

Papá y mamá         

“Cuando me encuentran, me dan una caja que es de Abuelas y tenía todo un material biográfico, con CD, casetes y fotos en donde estaba contada la historia de mi viejo en crudo, tal cual era”, dice Carlos. Y se sumerge de nuevo en esa caja-mundo: “Ahí encontré un montón de cosas y después me fui encontrando con un montón de gente y un montón de testimonios”.

Alguien sabe conscientemente cómo fue un momento importante de su vida y hasta guarda en el almacén de los recuerdos del corazón esa instantánea: “Me llegué a encontrar en Buenos Aires con una chica que cuando yo era recién nacido ella tenía unos 6 años y hasta se acordaba de cuando me bautizaron en España”.

“La parte que me faltaba conocer era la de mamá, porque ella no había estado nunca en Argentina. Terminé de reconstruir su historia cuando viajamos a México. Uno se reconoce en diez mil cosas”, rememora.


Carlos dice que físicamente es muy parecido a sus hermanos Emilio y Juan Manuel –son hermanos 
por parte del padre-, pero que tiene rasgos personales de las dos familias paternas, que es católico practicante igual como lo eran ellos, que ahora entiende que su fuerte carácter se lo debe a la herencia de su papá y que le interesan muchos los libros y el estudio, como su mamá.

La edad en la que Carlos se enteraba que no era Carlos es la misma edad en la que sus padres desaparecieron, dejaron de estar, cuando se los comió ese engranaje siniestro y desalmado. Ahora el joven de 37 años hace un alto en la charla y aclara que no hay como “crecer y vivir en la verdad”, que no hay “mejor forma de gobierno que la democracia” y que no vale cansarse de repetir la frase “nunca más”.

Su vida es una historia de carne y hueso, de venas abiertas de nuestra Argentina doliente. Pero hoy se topó con la felicidad, “esa alegría que uno encuentra con el tiempo, cuando termina de digerir todo”. Es 2016 y Carlos se mira al espejo, se reconoce, arma el rompecabezas de su vida y observa cómo cada pieza encaja con justeza. Mira a sus hijos y se reconoce en ellos, mira a sus hermanos y sabe quién es. Su abuelita de 94 años lo conoció, lo abrazo como si tuviera a ese bebé de un año en brazos y se fue para siempre hace tres meses. Había vivido para esperarlo.




Pablo Zama